Por Gustavo Martín Barrón
“Falta ropa de
la soga”, dice Jorge al entrar en la pensión. Estudiante de periodismo de 23
años, fue casi expulsado de su Tres Lomas natal por querer seducir a la hija de
un importante político en el día de su cumpleaños. Llegó a La Plata en 2010 con ganas de
estudiar y se las está arreglando. Con poco, pero bien.
El lugar está
impregnado de olor a puchero y comidas de olla, paredes de chapa y pasillos muy
chiquitos donde poder moverse al entrar.
–Tuve que
aprender equilibrio- confiesa, por sus llegadas de madrugada a la pensión y no
precisamente sobrio.
El
living-cocina es un ambiente de tres por dos metros y casi es suficiente un
encendedor para calefaccionarlo. En verano tiene que huir a casas de amigos
para no cocinarse vivo.
Decidió
alquilar ese lugar por falta de dinero (que quisiera recibir de su familia). Se
las arregla vendiendo pan casero en las calles de la ciudad y le alcanza justo.
La cocina
parece haber tenido varias peleas con comidas. Su color es una mezcla de
alimentos nunca antes limpiados y óxido.
-Yo quisiera
estar en un dos ambientes muy relajado, tirado en un sillón-. Con su mirada
expresa la más cruel de las verdades: el anhelo del confort nunca encontrado.
El techo es
muy bajo y se aleja un poco al sentarse en un almohadón que ha sido varias
veces cosido. La mesa es una puerta sin uso ni picaporte. Las paredes están
pintadas color verde agua y son lo mejor del lugar. Un cuadrito de la Selección
Nacional al mando de Messi y una estampita de la Virgen ocupan la pared del
lateral derecho.
La heladera
es un cacharro viejo que cumple bien su
función: mantener en una temperatura lo suficientemente baja a su escaso
contenido. Casi siempre lava a mano su ropa y la cuelga cuando él está en casa.
De lo contrario, desaparece como por pase mágico de algún bandido de prendas.
Una repisa le
sostiene los pocos cubiertos, platos y una taza de River. Al lado nomás, unos
apuntes de la cursada y unas cartas de póker sobresalen por un costado. Dos
envases de cerveza en un rincón de la mesa terminan de demostrar la vida
cotidiana de Jorgito. “Buen jardinero”, dicen los que pudieron probar el fruto
de la naturaleza y producto de su felicidad.
Lo que llama
la atención es su celular de última generación. Preguntar su procedencia es
innecesario, ya que no deja de sonar durante toda la tarde en “Villa Humo” (así
suele nombrar al barrio).
Uno de los
mensajes lo altera. Saluda apurado y pide disculpas. Desde la puerta de la
pensión puede vérselo emprender su salida con un pretexto poco verosímil.
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