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sábado, 26 de octubre de 2013

El cuchitril

Por Renso Valentini

Cerca de 2 y 59 se levanta una torre de siete pisos. La mayoría de sus departamentos, separados por delgadísimas paredes, son monoambientes. También hay seis unidades con un dormitorio. En una de ellas conviven Andrés, Emanuel, Javier y Rodrigo.

Las hornallas de la cocina sobresalen apenas entre las capas acumuladas de geología culinaria. Almuerzos y cenas fueron dejando sus respectivas marcas, registrando en el latón la historia de todo lo que aquí fue cocinado. La grasa que recubre los cerámicos permitió que un tallarín quedase fosilizado en ellos.

-Cuando me mudé, Andrés ya vivía acá desde el año anterior- dice Rodrigo, mientras la cara del otro se pierde en una bocanada de porro-. El primer día de febrero, la luz estaba cortada y la heladera, por tanto, apagada. Sentí un terrible olor a muerto que llegaba desde el congelador. Me acerqué y descubrí que este sujeto se había olvidado, al irse en diciembre, un paquete de salchichas adentro. Pasame eso…

Javier y Emanuel llegan con ocho cervezas Brahma, recién compradas en un almacén del barrio que se caracteriza por respetar “el frío de la birra” más que el horario en el cual está permitido venderla. No obstante, son las siete de la tarde y quedan dos horas antes de que cambien al “precio clandestino”. Luego de las nueve, cada botella se remarca en un cincuenta por ciento. Ser previsor, en este caso, ahorra bastante dinero.

Los cuatro son del mismo pueblo. Andrés estudia marketing; Rodrigo y Emanuel, informática y Javier, que es el hermano menor de Rodrigo, ingresó este año en Económicas. Los primeros tres tienen veintidós años y el más chico, diecinueve.

-El barrio está muy bueno- aclara Emanuel-. Hay un montón de negocios, queda todo cerca. En 1 y 60 tenés colectivos que te llevan a toda la ciudad. Pero acá, a una cuadra, el tránsito es mucho menor.

En la bacha, una montaña de platos reclama ser lavada. El sol se esconde y su rojura es reflejada por un tenedor que se balancea en la cúspide de esa formación. Debajo de la mesada, la basura acumulada en el tacho desafía también la ley de gravedad. El cigarrillo ya es tuca y dos envases vacíos de Brahma custodian la mesa de comedor, que separa cocina y living en este ambiente único.

Más allá de la mesa hay dos sofás enfrentados: uno está prácticamente desvencijado y el otro, aunque su tapizado evidencia bastante maltrato, conserva aún cierta firmeza estructural. El más “sano” está  ladeado por dos sillones individuales, lo que hace un juego de living completo, traído luego de un recambio de muebles en la casa pueblerina de Rodrigo y Javier. La mesa ratona, ahora atiborrada de apuntes, habrá tenido también sus mañanas de mate y bizcochos en la galería de alguna vivienda rural.

Todo aquí es reciclado, donado, prestado por familiares. La heladera, que gotea constantemente desde su puerta superior, no escapa a esta lógica. Todos los vasos son distintos y eso evidencia su pasado común: las barras de los bares platenses.  Andrés vacía la cuarta botella en uno de ellos y golpea suavemente la pared:

-El edificio es bastante nuevo, por lo que las instalaciones funcionan bien, pero hicieron las paredes tan finitas que escucho las conversaciones de mis vecinos. La punkie que vive al lado te mata con la música. Sólo la apaga a la hora de tener relaciones: baja el volumen, corre los muebles y empieza a gemir descontrolada. Te quema la cabeza. Al lado viven dos viejos que no escuchan nada.

-Están re locos. Hace no mucho, me subí al ascensor y ahí estaban. El espejo roto y los pedazos en el piso. Los viejos, ya adentro, me miraron desconcertados y les pregunté qué había pasado. La vieja acusó a su esposo de “ponerse loquito y romper cosas”- recuerda Emanuel. –Si lo ves, te das cuenta de que en este edificio, lleno de estudiantes, el viejo es el menos sospechoso. Aún así, fue él.

-Frente a los viejos vive un gallego. El muy puto escucha Luis Miguel desde las 9 de la mañana, al palo. ¿Te parece?- se indigna Rodrigo, al momento que destapa otra botella con un encendedor verde.

El departamento lindante al del español está desocupado. El vacío permite que los hits noventosos de Luismi invadan el palier, a veces encontrándose con el industrial de Rammstein o las orgásmicas invocaciones a la divinidad (“¡Ayyy, Dios!”), provenientes del monoambiente de la punkie.

Las paredes del lugar no se caracterizan sólo por su incapacidad para aislar sonidos: también se abollan al menor contacto. Así lo evidencian las decenas de marcas de nudillos dejadas por alguien que seguramente padece de algún serio trastorno.

Le llaman dormitorio a un ambiente que contiene dos literas paralelas (una apoyada en cada pared), separadas entre sí por un pasillo de menos de un metro. Las camas no están hechas. La alfombra, sobre la que se desparraman varios pares de zapatillas, hace tiempo que no es aspirada. Las puertas corredizas de los placares han sido extraídas de sus rieles y colocadas contra la pared. Para poder ver todo esto hay que encender la luz, ya que la persiana se rompió hace rato y aún no fue reparada. Rodrigo pulsa el interruptor y la pieza vuelve a las penumbras.

Al salir de la habitación y girar hacia la derecha, hay un espejo de dos metros de altura y uno de ancho. Si, en cambio, se dobla a la izquierda, se estará nuevamente en la cocina-comedor-living. 

Si se avanza derecho desde la puerta de la pieza, al primer paso se llegará a la puerta del baño. Esta habitación no tiene luz natural, una rejilla en la pared intercambia el aire del cuarto con el que circula por el conducto de ventilación del edificio. La bañadera y su cortina podrían ser caldo de cultivo de un futuro virus zombie. El flotador del inodoro no funciona y hay que tirar de una especie de caña plástica sumergida en el agua para vaciar la mochila.

Estos cuatro estudiantes viven una rutina de actividad frenética durante sus horas de estudio y ocio total en su tiempo libre, lo que no deja margen para las tareas domésticas. El cuchitril donde habitan es prueba de ello.

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