Estoy esperando a Juan Diego, apoyado contra la reja que resguarda
la ventana de su casa. Miro la pantalla del celular, son las 19:10. Habíamos
acordado el encuentro para las 18:45.
-No importa- me digo, mientras la tarde desciende abrupta y aprovecho los minutos de ocio para avistar, no sin ceño fruncido, la arquitectura de la cuadra, las fachadas añejas y descoloridas, la variedad asombrosa de rostros que pasan, la caravana efímera de motociclistas que por diagonal 80 abre paso a un desvencijado colectivo, abarrotado de hinchas de Gimnasia y Esgrima La Plata.
-No importa- me digo, mientras la tarde desciende abrupta y aprovecho los minutos de ocio para avistar, no sin ceño fruncido, la arquitectura de la cuadra, las fachadas añejas y descoloridas, la variedad asombrosa de rostros que pasan, la caravana efímera de motociclistas que por diagonal 80 abre paso a un desvencijado colectivo, abarrotado de hinchas de Gimnasia y Esgrima La Plata.
Todo es ruido y alboroto de este lado de la ciudad, en 45 entre
1 y 2. Entonces veo a Juan doblar la
esquina. Me pongo derecho para saludarlo. Me pregunta si hace mucho que lo
espero. Le digo que no, que de todos modos andaba entretenido mirando el paso
de los feligreses camino a la cancha. Se sonríe con una mueca ancha y luminosa,
él también es tripero incondicional. Al cabo mete la llave en la cerradura y me
invita a pasar.
-La casa no tiene número porque es una división. Es el mismo
motivo por el cual no tengo contrato, la misma razón por la que pago la luz y
el gas con Marta.
Marta es la dueña. Es la señora gorda y arrugada que atiende
el kiosco vecino y que ofrece (por un alto precio mensual) esta especie
improvisada de departamento que Juan arrendó en mayo pasado, cuando decidió irse
a vivir solo porque ya no aguantaba más compartir vivienda con su madre. Él
tiene veintisiete años y es padre de un niño de cinco, que asiste todas las
mañanas al jardín San Simón, a escasos metros de donde ahora alquila.
-En esta misma cuadra, casa de por medio, está el jardín
donde va mi hijo. Ahí tenés una buena razón por la que me vine a vivir acá.
Juan fuma parejo a lo largo de la charla. Un cigarro le
sigue al otro. En el televisor acomodado en un rincón, sobre una mesa ratona
desbordada de discos y algún que otro libro, se ven las imágenes del partido:
Gimnasia 0 – Vélez 1.
-Todavía falta mucho- me dice con voz no muy segura y gesto
preocupado.
El comedor es un rectángulo de piso y paredes blanquecinas,
de dos metros de ancho por cuatro de largo. Allí está la mesa ocupando el
centro, flanqueada por una silla y dos bancos diminutos de plástico. A espaldas
de la mesa donde estamos sentados, antes de cruzar el umbral que conecta a la
cocina, una escalera angosta y filosa de hierro sube en espiral hacia la pieza
de arriba, al dormitorio. El baño, a un costado de la pileta de la cocina, no
tiene puerta.
-Cuando yo vine a ver la casa, la puerta estaba puesta. Le
dije que sí a la vieja, arreglamos, pero cuando me vine a vivir, la puerta
estaba afuera y nunca más se puso.
-¿Le reclamaste a la dueña?
-Marta me dijo un par de veces que iban a venir a poner la
puerta. Con el tiempo se le habrá pasado. Nunca le reclamé nada. La pondré yo
en algún momento. Es así cuando arreglás las cosas de palabra.
A Juan Diego no parece importarle demasiado alquilar sin
contrato, pagar 1900 pesos por mes con gas, luz y cable incluidos, un
escondrijo donde cada cosa parece inacabada y colocada a la marchanta. Sabe que
está aquí de paso. De ahí su indiferencia hacia las múltiples imperfecciones
que lo rodean. Le basta con volver del trabajo todas las tardes y saber que
aquel lugar es suyo, aunque provisoriamente. Aquí puede gritar, patalear,
disponer del espacio a su completo antojo. Por eso me dice que le agrada vivir
acá, que se siente cómodo, amén incluso, del ruido incesante de motores y
transeúntes que durante las veinticuatro horas del día perfora las ventanas.
-No me disgusta el ruido, a decir verdad. Trato de usarlo a
mi favor. Me sirve para levantarme cada mañana, para arrancar. Ya casi no uso
el despertador. Además, te acostumbrás y vivís con eso.
El partido avanza. Segundo tiempo, 1 a 1 y Gimnasia va y va
contra el arco de Vélez. Por largos minutos nos perdemos en el vértigo que el
relator imprime a las jugadas. Nos movemos en nuestros asientos como
interferidos por una comezón inoportuna. La pelota ahora flota esquiva en la
mitad de la cancha. Aprovecho la tregua y hago una última pregunta.
-¿Sentís la afamada inseguridad
viviendo acá? Se dicen muchas cosas. Es un barrio “caliente”, como sabrás.
Rodeado de esos bares de estación tan mal vistos, de sigilosos patrulleros…
-No, para nada. Tampoco salgo mucho. Vivo tranquilo. Nunca
me pasó nada. No tengo problemas respecto a eso. Si salgo a medianoche a
comprar puchos, no me persigo. Nunca ando con nada. Te repito: me gusta vivir
acá y estoy bárbaro con el barrio.
Y volvemos a la tele, a la cancha. Centro de Licht a la olla, cabezazo de Meza, la pelota pica y entra pegada al palo. Lo gritamos con la boca y con los puños. Gimnasia 2, Vélez 1 y a cobrar. Juan está contento y me invita otra cerveza. Apago el grabador. De la calle llegan toda clase de sonidos superpuestos, pero ninguno lograr alterar la impoluta calma del lugar.
Y volvemos a la tele, a la cancha. Centro de Licht a la olla, cabezazo de Meza, la pelota pica y entra pegada al palo. Lo gritamos con la boca y con los puños. Gimnasia 2, Vélez 1 y a cobrar. Juan está contento y me invita otra cerveza. Apago el grabador. De la calle llegan toda clase de sonidos superpuestos, pero ninguno lograr alterar la impoluta calma del lugar.
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